El temor es un sentimiento presente en todas las personas, en diferentes grados y tipos. Su presencia se vincula fundamentalmente a la incertidumbre, es decir, a no saber, no conocer, no encontrarle explicación a lo que está sucediendo, especialmente si el acontecimiento vivido puede ser asociado -conciente o inconscientemente- a un riesgo vital. En la infancia, pasa a ser vital el mantener el afecto y la protección de los padres, por lo que también entrarán en la categoría de hechos potencialmente atemorizantes, aquellos que la mente infantil ligue a una eventual pérdida de la familia o del cariño que ella le brinda.
Si hablamos de mente infantil debemos hacer referencia al desarrollo psíquico presente en el niño en una edad determinada. Antes del año y medio de vida, aún no existe la posibilidad de ejecutar representaciones mentales, por lo que tampoco podemos anticipar sucesos en la imaginación. De este modo, no existe la posibilidad de estructurar un temor basado en el pensamiento, sino que aparecen miedos que se comportan de un modo reflejo y automático, ligados a lo inmediato, como, por ejemplo, a la falta de satisfacción de las necesidades básicas del bebé.
A la respuesta corporal y psíquica que acompaña a la angustia y al temor, le llamamos “ansiedad”. Es de esperarse y es normal que todo niño se sienta ansioso en ciertos momentos específicos de su desarrollo. Por ejemplo, entre los ocho meses y la edad pre-escolar, niños sanos pueden mostrar ansiedad intensa cuando se separan de sus padres o de otros seres queridos. Muchos niños pueden tener temores de corta duración, como el miedo a la oscuridad, al viento, los temblores, los animales o las personas desconocidas. Sin embargo, si la ansiedad se vuelve severa y comienza a interferir con las actividades diarias de la infancia, tales como el separarse de los padres, asistir a la escuela y hacer amigos, la catalogaremos de anormal, ameritando una evaluación más detallada.
1 comentario:
Julio:
Con tu artículo me acordé que cuando tenía alrededor de 5 años le tenía miedo a los payasos y al Viejo Pascuero, en general a personas disfrazadas, no me hacían la más mínima gracia, lloraba a gritos. Esa experiencia me sirvió para entender a mis hijos cuando se asustaban por cosas que para el resto podían parecer divertidas.
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