El desarrollo del niño, pese a ser un todo único e indivisible, puede clasificarse didácticamente en diferentes áreas, de las cuales el lenguaje resulta sin duda apasionante, ya sea en sí mismo como por sus vinculaciones con el pensamiento. Así, el estudio de la adquisición del lenguaje en el niño ha formado parte de los temas más recurrentes de la psiquiatría infantil. Resulta asombroso contemplar la aparición de las habilidades comunicativas, las que van dotando al niño de la posibilidad de entender en infinitas posibilidades el mundo que le rodea, de expresar con mayores matices sus sentimientos y deseos, de ampliar su interacción lúdica y social.
Al momento del nacimiento, el bebé tiene sus posibilidades de accionar, básicamente limitadas a dos campos: las sensaciones y los movimientos. Es capaz de percibir ruidos, luminosidad, hambre y dolor. Sus acciones motoras son aquellas propias del funcionamiento de las vísceras (corazón, intestinos, musculatura respiratoria), el llanto y los reflejos innatos que permiten la alimentación. No existe, por el momento, ninguna actividad cerebral que pudiéramos calificar como “pensamiento”, sin embargo, es capaz de establecer una interacción con su madre, la que se da en la forma de acomodaciones posturales cuando se le tiene en brazos, en la forma de succiones y pausas al amamantar, y con distintos tipos de llanto, los que los padres comienzan a identificar: de hambre, de dolor, de sueño. Esta interacción es la base de un normal desarrollo de las funciones afectivas, las que también se nutren con los juegos vocálicos y el gorjeo propio del lactante, actividades que se imbrican con los progresos en el ámbito motor.
Podemos decir que el pensamiento aparece cuando, voluntariamente, el niño es capaz de realizar una acción en forma repetida, ya que ésta le resulta agradable (por ejemplo, mover un cascabel). Lo anterior supone una combinación entre los sistemas motor y sensorial, movida por un propósito. Sin embargo, esto no basta para que pueda haber lenguaje, ya que se hace necesario que estas actividades sean representadas en la mente, para que posteriormente surja la necesidad de organizarlas y expresarlas. En este momento se hace necesario que el niño utilice las competencias lingüísticas de las que está genéticamente dotado. Podemos entonces afirmar que el lenguaje surge a partir del pensamiento, pero que este pensamiento pasa entonces a ser nutrido y estructurado por las posibilidades que le aporta el uso del lenguaje, el que se convierte en el “andamio” sobre el que se irá edificando el pensar. La única posibilidad para que se articulen y alcancen su máxima expresión las habilidades señaladas (motricidad, sensorialidad, pensamiento), y que den paso al lenguaje, es que sean desarrolladas a través de la interacción social. De ahí la importancia de las relaciones afectivas con el lactante, del que los padres dediquen tiempo a los niños, y del ingreso precoz al Jardín Infantil.
Al momento del nacimiento, el bebé tiene sus posibilidades de accionar, básicamente limitadas a dos campos: las sensaciones y los movimientos. Es capaz de percibir ruidos, luminosidad, hambre y dolor. Sus acciones motoras son aquellas propias del funcionamiento de las vísceras (corazón, intestinos, musculatura respiratoria), el llanto y los reflejos innatos que permiten la alimentación. No existe, por el momento, ninguna actividad cerebral que pudiéramos calificar como “pensamiento”, sin embargo, es capaz de establecer una interacción con su madre, la que se da en la forma de acomodaciones posturales cuando se le tiene en brazos, en la forma de succiones y pausas al amamantar, y con distintos tipos de llanto, los que los padres comienzan a identificar: de hambre, de dolor, de sueño. Esta interacción es la base de un normal desarrollo de las funciones afectivas, las que también se nutren con los juegos vocálicos y el gorjeo propio del lactante, actividades que se imbrican con los progresos en el ámbito motor.
Podemos decir que el pensamiento aparece cuando, voluntariamente, el niño es capaz de realizar una acción en forma repetida, ya que ésta le resulta agradable (por ejemplo, mover un cascabel). Lo anterior supone una combinación entre los sistemas motor y sensorial, movida por un propósito. Sin embargo, esto no basta para que pueda haber lenguaje, ya que se hace necesario que estas actividades sean representadas en la mente, para que posteriormente surja la necesidad de organizarlas y expresarlas. En este momento se hace necesario que el niño utilice las competencias lingüísticas de las que está genéticamente dotado. Podemos entonces afirmar que el lenguaje surge a partir del pensamiento, pero que este pensamiento pasa entonces a ser nutrido y estructurado por las posibilidades que le aporta el uso del lenguaje, el que se convierte en el “andamio” sobre el que se irá edificando el pensar. La única posibilidad para que se articulen y alcancen su máxima expresión las habilidades señaladas (motricidad, sensorialidad, pensamiento), y que den paso al lenguaje, es que sean desarrolladas a través de la interacción social. De ahí la importancia de las relaciones afectivas con el lactante, del que los padres dediquen tiempo a los niños, y del ingreso precoz al Jardín Infantil.
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