Vivimos buscando verdades, nos pasamos la vida en ello, gastamos recursos, en ocasiones en desmedro de su utilización en fines sustentados en otras verdades con un sentido urgente, como el enfrentar la pobreza o el mejorar la educación. La verdad nos debería ayudar a vivir mejor, a predecir la ocurrencia de futuros acontecimientos, a organizar mejor nuestras actividades. Muchas veces basamos la búsqueda de la verdad en acercamientos previos -en una epistemología- que nos permita conocer otras verdades preexistentes, más asibles, de tal manera de “objetivar” un punto de partida que dé validez a las conclusiones posteriores.
Entonces, parece legítimo que nos preguntemos acerca de la objetividad, de lo “objetivo”, como opuesto a “subjetivo”. Al decir de Renouvier: “Llamaré objetivo a lo que se ofrece como objeto, es decir, a lo que aparece representativamente en el conocimiento; y llamaré subjetivo a lo que es propio de la naturaleza del sujeto...”; Augusto Comte definió lo objetivo como “la exacta representación del mundo real”. En ambas definiciones, y en tantas otras, se encuentra implícita o explícitamente incorporada la necesidad del procesamiento humano de la información llegada desde el exterior, la que pretendemos asir de forma tal, que le llamemos objetiva. Esto implica necesariamente admitir que la objetividad no tiene posibilidad de existir sin el componente subjetivo que otorga el procesamiento cortical del input recepcionado inicialmente por nuestros sentidos.
Podrá ser real una cosa -en nuestro lenguaje, objetiva- cuando además de ser captada por nuestros sentidos (sensación), se instale en nuestra mente (percepción), por lo que la objetividad pasa a ser entonces individual, es decir, subjetiva. Si es que insistiéramos en asignar carácter de objetivo a algunas cosas, una posibilidad sería aplicar la variable de la convención humana: esto sí sería soberbia (el principal de los pecados capitales), ya que para sustentar ello deberíamos pensar en una convergencia de subjetividades sobre una misma cosa, de tal manera de coincidir todos (o muchos) en la representación que se tenga de ella, para así declararla como cosa objetiva. De esta manera, podemos llegar a señalar que la búsqueda de la verdad por medio de -o apoyada en- el establecimiento de la objetividad no es más que una pérdida de tiempo y esfuerzo, ya que estará tan teñida por la subjetividad que bien vale la pena tomar en cuenta a la subjetividad desde el comienzo y rendirle los honores que se merece. Ya en la antigua Grecia, Diógenes, conspicuo buscador de la verdad, optó por vivir su espiritualidad como una forma de encontrar verdades más profundas y útiles que las de quienes se aferraban a datos e informaciones estériles. Además, si pensamos en la utilidad de las verdades, que es el poder lograr algo con ellas, veremos que cualquier logro requerirá de personas. Pues bien, en el quehacer de las personas volveremos a considerar necesariamente sus subjetividades, las que nos proporcionan, adicionalmente, el motor afectivo para conseguir todo.
Entonces, parece legítimo que nos preguntemos acerca de la objetividad, de lo “objetivo”, como opuesto a “subjetivo”. Al decir de Renouvier: “Llamaré objetivo a lo que se ofrece como objeto, es decir, a lo que aparece representativamente en el conocimiento; y llamaré subjetivo a lo que es propio de la naturaleza del sujeto...”; Augusto Comte definió lo objetivo como “la exacta representación del mundo real”. En ambas definiciones, y en tantas otras, se encuentra implícita o explícitamente incorporada la necesidad del procesamiento humano de la información llegada desde el exterior, la que pretendemos asir de forma tal, que le llamemos objetiva. Esto implica necesariamente admitir que la objetividad no tiene posibilidad de existir sin el componente subjetivo que otorga el procesamiento cortical del input recepcionado inicialmente por nuestros sentidos.
Podrá ser real una cosa -en nuestro lenguaje, objetiva- cuando además de ser captada por nuestros sentidos (sensación), se instale en nuestra mente (percepción), por lo que la objetividad pasa a ser entonces individual, es decir, subjetiva. Si es que insistiéramos en asignar carácter de objetivo a algunas cosas, una posibilidad sería aplicar la variable de la convención humana: esto sí sería soberbia (el principal de los pecados capitales), ya que para sustentar ello deberíamos pensar en una convergencia de subjetividades sobre una misma cosa, de tal manera de coincidir todos (o muchos) en la representación que se tenga de ella, para así declararla como cosa objetiva. De esta manera, podemos llegar a señalar que la búsqueda de la verdad por medio de -o apoyada en- el establecimiento de la objetividad no es más que una pérdida de tiempo y esfuerzo, ya que estará tan teñida por la subjetividad que bien vale la pena tomar en cuenta a la subjetividad desde el comienzo y rendirle los honores que se merece. Ya en la antigua Grecia, Diógenes, conspicuo buscador de la verdad, optó por vivir su espiritualidad como una forma de encontrar verdades más profundas y útiles que las de quienes se aferraban a datos e informaciones estériles. Además, si pensamos en la utilidad de las verdades, que es el poder lograr algo con ellas, veremos que cualquier logro requerirá de personas. Pues bien, en el quehacer de las personas volveremos a considerar necesariamente sus subjetividades, las que nos proporcionan, adicionalmente, el motor afectivo para conseguir todo.
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