Desde hace varias décadas, investigadores en el área de la Psicología y la Psiquiatría Infantil notaron la existencia de niños que, pese a verse enfrentados a modos de vida o a situaciones de adversidad, logran sobreponerse a ella, o incluso salir fortalecidos de experiencias traumáticas. Para poder denominar esta condición, se escogió el término “resiliencia”, que en su acepción original era una palabra de lengua inglesa, usada corrientemente en ingeniería, que denota la facultad de algunos materiales de volver a su forma original cuando son sometidos a intensas presiones.
Más allá del concepto metalúrgico, los estudios de lo que realmente sucede en las personas han logrado determinar que la resiliencia puede estar condicionada por factores de tipo innato, genético, y por elementos provenientes del ambiente, sea este familiar, comunitario o social. Lo más interesante es que todos estos factores interactúan dinámica y dialécticamente entre sí. En efecto, sabemos que en el fondo, el pensamiento y la conducta humana ocurren porque el cerebro los hace posibles, y el cerebro funciona gracias a complejos sistemas biológicos y electro-químicos, cuyo sustrato de acción son las neuronas, sus conexiones (sinapsis) y las sustancias que transmiten la información (neurotransmisores). Sin embargo, dado que nacemos con un sistema nervioso aún en desarrollo, su maduración dependerá en gran medida de las experiencias que el niño tenga a lo largo de su infancia -especialmente en los períodos más precoces-, las que pueden definir los rasgos de resiliencia o, por el contrario, de vulnerabilidad, que lo acompañarán incluso por el resto de su vida.
Naturalmente, las malas condiciones socioeconómicas y la deprivación afectiva, son aspectos que alejan la posibilidad de desarrollar resiliencia, poniendo al niño en serio riesgo de ser vulnerable a la adversidad. De este modo, cuando catalogamos a un niño como fracasado, flojo o perdedor, deberíamos primero examinar cual es la responsabilidad que la sociedad ha tenido en la génesis de tales rasgos.
Dentro de los factores promotores de resiliencia, se encuentran la autoestima, la empatía, la seguridad en sí mismo y el sentido del humor, factor éste que operaría como un mecanismo de defensa, al disfrazar la realidad, dándole –aunque sea por momentos- un sentido más agradable. Pero, sin lugar a dudas, el elemento más importante en la promoción de resiliencia, es la familia. Cuando ella no se tiene, al menos el niño debe contar con una persona, adulta, con quien desarrolle lazos incondicionales de afecto, que le proporcione seguridad y lo eduque en equilibrio entre las normas y la permisividad.
Más allá del concepto metalúrgico, los estudios de lo que realmente sucede en las personas han logrado determinar que la resiliencia puede estar condicionada por factores de tipo innato, genético, y por elementos provenientes del ambiente, sea este familiar, comunitario o social. Lo más interesante es que todos estos factores interactúan dinámica y dialécticamente entre sí. En efecto, sabemos que en el fondo, el pensamiento y la conducta humana ocurren porque el cerebro los hace posibles, y el cerebro funciona gracias a complejos sistemas biológicos y electro-químicos, cuyo sustrato de acción son las neuronas, sus conexiones (sinapsis) y las sustancias que transmiten la información (neurotransmisores). Sin embargo, dado que nacemos con un sistema nervioso aún en desarrollo, su maduración dependerá en gran medida de las experiencias que el niño tenga a lo largo de su infancia -especialmente en los períodos más precoces-, las que pueden definir los rasgos de resiliencia o, por el contrario, de vulnerabilidad, que lo acompañarán incluso por el resto de su vida.
Naturalmente, las malas condiciones socioeconómicas y la deprivación afectiva, son aspectos que alejan la posibilidad de desarrollar resiliencia, poniendo al niño en serio riesgo de ser vulnerable a la adversidad. De este modo, cuando catalogamos a un niño como fracasado, flojo o perdedor, deberíamos primero examinar cual es la responsabilidad que la sociedad ha tenido en la génesis de tales rasgos.
Dentro de los factores promotores de resiliencia, se encuentran la autoestima, la empatía, la seguridad en sí mismo y el sentido del humor, factor éste que operaría como un mecanismo de defensa, al disfrazar la realidad, dándole –aunque sea por momentos- un sentido más agradable. Pero, sin lugar a dudas, el elemento más importante en la promoción de resiliencia, es la familia. Cuando ella no se tiene, al menos el niño debe contar con una persona, adulta, con quien desarrolle lazos incondicionales de afecto, que le proporcione seguridad y lo eduque en equilibrio entre las normas y la permisividad.
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